Es ese instante solo por el que vale la pena cada lágrima, cada batalla ganada o perdida por sangrienta que sea.
Cada día la veo salir y volver del trabajo a la misma hora y con el mismo peso de catorce años dedicados a los hijos y al marido; hermosa, sin embargo, y triste. Lloraba, era una tarde de lluvia, y ella lloraba en el parque, quise acercarme, preguntarle si estaba bien, pero era evidente que deseaba estar sola. Desde entonces me he dedicado a espiarla.
Algunas noches habla dormida, pone caras feas como si se peleara o como si mordiera un limón, también recita poemas que se entienden muy bien a pesar de venir del fondo de un sueño, los recita en voz baja, como susurrando.
Su marido no lo sabe, no conoce nada de ella o casi nada. Ignora que cuando le hace el amor ella abre las piernas, cierra los ojos y aprieta los dientes con todas sus fuerzas y con angustia empuña la esquina de la sábana mientras se le escapa el alma y se queda en el resquicio de la puerta mirándolos, mirándola extender la mano y el alma también le tiende la suya, pero sin alcanzarse nunca.
¿Esto es el amor? ¿No hay nada más?, se pregunta al día siguiente mirándose al espejo del cuarto de baño donde se refugia para jugar a ser una gran actriz, de esas que llevan la nariz sostenida en alto con hilos invisibles.
Desde aquí puedo verlo todo, lo sé todo, podría acercarme, tocarla y ninguno de los dos se daría cuenta porque tienen el sueño pesado, sobre todo ella; necesitaría de un tonel de besos para despertarse, necesitaría que la apretara fuerte contra mí para que abriera los ojos y se pusiera a llorar como llora a veces en el teatro. Me gusta que se escape los sábados para huir de la vulgaridad de su vida, la monótona vida que tiene con ese ser despreciable, torpe al punto de ignorar que al otro lado de la pared alguien se prepara para conquistar a la mujer con quien comparte la cama.
A la salida del teatro entra en una librería, compra un libro de poesía que va leyendo por calles solitarias, sin miedo. Me pregunto qué cara pondría si ahora mismo me acerco y le digo:
Y lloras,
como si presintiera tu tristeza
que así, llorando,
se amarra a mi tristeza,
pero tú no lo sabes
y lloras simplemente
por encima del mundo,
y caes doblegada
en tu tierra de sueños
llamándome a salvarte,
pero ya te he salvado
del que no te quería,
Acelero el paso para alcanzarla, pero al girar la esquina se encuentra con alguien: el hombre que se sentó a su lado en el teatro; la veo reír, empiezan a conocerse, se dan la mano a modo de presentación, formalidad exagerada, reverencia ridícula que él aprovecha para intentar ver el título del libro que ella abraza. Le enseña la portada al tiempo que levanta la cabeza con la misma actitud ensayada ante el espejo y él recita cuatro versos que pudieron míos, para ella, y por los que ha sido premiado con un abrazo, sin más, un pequeño abrazo, con distancia, sí, pero un abrazo de ella, cervatilla y liebre, canto de alegría.
La invita a entrar en un bar, por escapar de la lluvia y desde luego la lluvia no podía ser más oportuna. Entro también situándome tan cerca de ellos que puedo oír su conversación. Nada importante, sin embargo, me ha servido para descubrir que le gusta el vino tinto (porque a él le gusta) y mataría por un puñado de golosinas, lo que me parece gracioso y sorprendente viniendo de esa mujer que en casa camina como si le pesara el aire. Aquí parece viva y la amo en mi silencio, desde mi delito de espía, mi vergüenza de seguirla a todas partes, de vigilar sus pasos, de mirarla en su casa, conocer sus secretos, su cuerpo. No puedo más con esto y pese a ello, no la dejo.
La acompaña un par de calles, cosa que he de juzgar como un fallo por su parte, a mí no me habría importado llevarla en brazos hasta la misma puerta de su casa, olvidando y haciendo que olvide que hay vecinos que espían y vecinos que hablan demasiado.
Desde hace unos días toma vino tinto a la hora de comer o cenar y el marido ni lo ha notado. Se arregla el pelo de otra forma; yo lo advierto, me doy cuenta incluso del brillo de sus ojos cuando se escapa para verlo en el bar, casi taberna, de la noche de lluvia. Un café basta para que sea otra, un vaso de agua, una mirada de hombre, de un hombre ilusión, de un hombre sonrisa, aire fresco y coqueteo.
Hablan por teléfono, se escriben, se dan libros, música, mundos de fantasía donde solo caben los dos.
Desde mi clandestinidad puedo ver cómo ella se estremece con sólo el roce de las manos, se miran como si fueran amantes, se narran sus días, se regalan detalles insignificantes que quieren decir: “te he pensado tanto que me dueles”.
Confieso que me duele, porque me obliga a reconocer que ese hombre me supera, sustancialmente porque a mí no se me habría ocurrido otra cosa que comprarle un gigantesco ramo de rosas, contratar una orquesta para que tocara al pie de su ventana, escribir un libro titulado con su nombre.
Los encuentros se van haciendo cada vez más frecuentes, procuran hablar sólo de libros, tomar café y desentrañar los secretos de los personajes que leen, para que la realidad no vaya a meterse entre los dos como una mala sombra. Cuestión de contarse los pasados, darse relación de travesuras porque, y nada más legítimo, son espíritus inquietos, the happy few.
La vida es hermosa cuando ellos se miran. La felicidad existe cuando ellos se miran, cuando se toman de la mano y no se atreven a besarse y sin embargo, se desean más allá de lo soportable, tanto que yo mismo la amo más cuando está con él, porque sonríe, juega, coquetea, es infinitamente hermosa, porque es ella, ella con él.
Un día deciden escaparse y pasar unas horas en un hotel donde él le enseñaría que amar es otra cosa donde no hay cabida al apretar los dientes ni aferrarse a la nada, donde el alma al amar no se sale del cuerpo, sino que goza con él.
Lleva varios días como una ardilla loca, se ha comprado vestidos, un perfume, ropa interior, mucha, de esa que se pondrá sólo para el hombre que la esperará en el hotel con vino, velas, golosinas y un regalo sorpresa repleto de caricias y besos.
En casa piensa en él, se desnuda, se prueba la ropa interior y se acaricia pensando que son las manos del hombre de ilusión, que es su boca; se despeina y llora. No entiendo por qué llora o sí, entiendo que llore su amor imposible, la desgracia de estar casada y amar a otro. Ser feliz con este y desgraciada con su marido, anhelar las manos suaves de la caricia prohibida y aborrecer las manos duras, el golpe, la violenta prisión del matrimonio con sus rejas de sangre. Ha tomado la decisión: va a tener un amante que la hará feliz. Se va a entregar a un hombre que le gusta y llora por eso y es feliz por eso que está mal, pero está bien.
Se queda dormida. Suena la puerta, —rápido, Jean, digo desde mi escondite, pero tan quedo que apenas puedo escucharme yo, esconde esa ropa, el perfume; tu marido puede entrar en cualquier momento y lo verá, te descubrirá. Despierta, Jean.
Hago un intento por salvarla, después de todo, he comprendido que no puedo competir contra ese hombre y aunque los celos me consumen, no quiero verla sufrir más, o acaso sea porque desprecio al marido de tal forma que quiero que ella tenga un amante y él se convierta en un miserable solitario, lejos de ella. Abro la puerta de mi casa y abordo al marido en la entrada. —perdona, digo, me preguntaba si no tendrás un poco de azúcar y le extiendo el vaso. Lo toma, sonríe muy amable, conmigo, con ella es un demonio, y se dirige a la cocina.
Cuando me entrega el azúcar, dejo caer el vaso esperando que el ruido la haya despertado, me disculpo a voz en grito hasta que la escucho a través del pasillo preguntando quién anda ahí y me retiro.
Ha logrado esconder la ropa, sin embargo tiembla. No le es difícil justificar sus temblores aludiendo a que se asustó por el ruido −Esa es mi chica, digo.
Se comporta como una adolescente mirando el anillo que le regaló su… futuro amante, amigo, cómplice, aliado. ese todo secreto que ha llegado a convertirse en su mundo.
−Un anillo de no casada, murmura, sino de mujer enamorada, un anillo para que no deje de pensar en él todo el día, para que lo recuerde cada vez que vea mi dedo, cuando lave los platos, cuando toque a mi marido…
—Lo tocará con su anillo del amor prohibido y vengará su piel, porque este dedo es de Henry y la mujer dueña de este dedo también es suya.
—Pero, ¿y si me pregunta de dónde he sacado el anillo? —Piensa, No sabría cómo explicárselo a mi marido. Sortija que no parece de matrimonio, y sin embargo, es del único matrimonio verdadero, con dos piedrecillas de Swarovski. Dos piedrecillas como él y yo o como nuestro amor y yo. Una pareja, pero... ¿Quién es aquí el demonio? ¿Seré yo? ¿Será aquel a quien un día juré fidelidad y al que ahora traiciono? ¿Será que no le traiciono, sino que me defiendo de una vida vacía? Quiero este anillo para besarlo cuando no tenga sus labios y para imaginar que también me besa cuando no pueda más, cuando me fallen las fuerzas, cuando quiera rendirme.
Irá mañana, hay tantas cosas que debe saber, sin embargo el olor de su piel, sus manos en mi cara me vuelven cobarde.
¿Y si Henry no piensa en mí como yo en él? Tengo que quitarme de la cabeza la idea de que no me quiere. Me ha pedido que deje a mi marido, acaso porque sabe que no puedo decir que sí, que soy incapaz de dejar a mis hijos. No; lo ha dicho porque tiene esperanza en un futuro para nosotros, no sé por qué me da por pensar que no soy digna de él, como si las mujeres que somos madres perteneciéramos a una categoría inferior, casi un desperdicio. Tal vez debería decirle lo enamorada que estoy de él para que no piense que es una aventura, una locura mía, un desliz que pude haber tenido con cualquiera, sin embargo frente a él no me atrevo a ensuciar la belleza de ser nosotros disfrutando de nuestros cortos momentos, aunque no sean a solas, sino en medio del mundo.
Irá, me esperará en el hotel y cuando amanezca, todo habrá terminado, no volverá a llamarme ni responderá a mis llamadas; yo me quedaré con el anillo para que cada día me recuerde mi estupidez.
Me sabe aún el roce de su cara con la mía, la trayectoria de sus dedos en mi cara. Es amor. Debería bastarme para saber que me quiere. Irá, pues, irá a encontrarse en secreto con esta mujer que se ha atrevido a dudar de él. Yo iré con miedo de dar el primer paso. Iré con miedo de él, de mí, de la gente, de mis hijos, del mundo entero. Iré porque no quiero llegar al final de mi vida con la carga de saber que he sido cobarde para vivir.
* * *
Han quedado a las tres y aún espera que su marido salga de casa, pero extrañamente tarda más de lo habitual. –Sospecha algo, se dice, debe de ser que sospecha, espera que confiese y cuando lo sepa se enterará también su familia, sus amigos y seré la que señalan con el dedo.
Se encierra en el servicio, mi pobre Jean, que va a tener un amante por la incuria de su marido. No sabe que ese ser impasible no lo notaría ni viéndolos juntos. No sabría que son amantes porque no conoce sus ojos sino con las lágrimas con que él los llena.
Ojalá pudiera atreverme a salir de aquí y decirle a Jean que no se preocupe, que él no sabe nada y, aunque no sea conmigo, vaya a su cita. Hay un hombre que la espera para enseñarle algo que nunca imaginó que fuera posible. Algo más grande que un poema. Que la quiere como nunca antes quiso a nadie.
Y sale dispuesta a suplicar clemencia, a jurar que no ha habido nada aún, es decir, que nunca ha habido nada. Se sienta en el sofá, le tiemblan las piernas y apenas es capaz de respirar.
El marido le sonríe. −Estás bonita, masculla, y aproxima hacia ella su cuerpo desagradable con los brazos extendidos.
−No, por favor, ahora no −suplica en silencio−, hoy soy de Henry, nada más, para Henry. Siente el aliento húmedo sobre su cuello, el calor hiriente de algo que se pega a ella como si se tratara de insectos hambrientos. Las manos de su marido son ásperas y dejan huellas rojas al pasar por el pecho de Jean que llora calladamente, sólo para ella.
−Se me hace tarde −alude el marido de repente− si no fuera porque se me hace tarde… Y se va sin más. Estoy seguro de que Jean piensa que la puerta nunca había sonado mejor.
Comprende que debe darse prisa, se unta mascarilla, se baña con las sales minerales y espuma que compró ayer, se perfuma, se deja el pelo suelto.
Al abrir la puerta una ráfaga de aire la acaricia con el velo de su perfume y ella sabe disfrutarlo a plenitud levantando la cara y cerrando los ojos. Aún no he llegado y ya me siento viva –se dice, con una media sonrisa entre suspicaz y vergonzosa–. Se toca los senos para comprobar si están preparados, pero en el fondo de ella misma lo hace para disfrutar de lo preparados que están.
Una vez en la calle el paso es seguro, feliz y va ensayando para su amante la canción que sonaba en el bar el día de la lluvia. Él la espera ansioso, ha llenado la habitación con flores, ha encendido las velas y ha preparado las copas para el vino.
Mi vecina va a vivir por fin, se sentirá mujer, disfrutará. Se desnudará sin pensar en nada más que en el cuerpo que tiene delante y en el momento que cabe entre sus manos.
Nada habría podido evitarlo… salvo el autobús escolar que se la llevó por delante justo en frente del hotel.
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